martes, 17 de junio de 2014

LAS SECTAS VISTAS POR DON ANDRÉS STENHOUSE






El sectarismo es la antítesis del cristianismo. El cristianismo es amor, gozo y paz en el Espíritu Santo, pero el sectarismo ha sido responsable por odio, tristeza y fricción a lo largo de las edades. Ha impedido o destruido la comunión entre creyentes verdaderos y ha separado a aquellos que han debido andar en armonía y unión. Los crímenes por los cuales ha sido culpable son innumerables y la deshonra al nombre de Cristo incalculable. Con todo, este criminal ha sido defendido, y es defendido, por aquellos que han debido ser los primeros en denunciarlo y condenarlo. Ningún pecado ha sido protegido y propagado como el pecado del sectarismo. Ningún pecado ha sido llevado en alto por cristianos verdaderos, además de millones de cristianos nominales, como éste. Ningún pecado ha sido más responsable por la destrucción del verdadero afecto cristiano entre el pueblo de Dios y de la legítima comunión en las cosas de Dios. Ningún pecado ha sido de mayor tropiezo al inconverso y mayor estorbo al progreso de la obra evangelística en la redondez de la tierra. El sectarismo es una obra de la carne y no del Espíritu. Debe ser reconocido como un enemigo de los intereses de Dios en el mundo. Es una raíz mala que brotará de nuevo en un lugar donde se la ha dado por eliminada, ya que es tan propio a la carne como es ajeno al Espíritu. Ninguna porción de las Escrituras debe ser más conocida a la mente de un creyente que la oración de nuestro Señor en el capítulo 17 del Evangelio según Juan. ¿Qué puede ser más sagrado que los pensamientos y anhelos del corazón del Hijo de Dios, expresados al Padre en la oración? Dijo, “Que todos sean uno ... para que el mundo crea que tú me enviaste”. Jamás podrá quedarse indiferente al estado dividido de los creyentes en estos tiempos la mente que pesa reverentemente estas palabras santas. La comunión con Cristo exige que toda nuestra conducta y actitud sea ajustada a los pensamientos y anhelos del corazón de Cristo en este asunto de importancia primordial.


Al llegar a las epístolas del Nuevo Testamento se nos destaca el triste hecho de que existían divisiones entre los cristianos aun en el primer siglo. Fue este hecho que dio ocasión al Espíritu de Dios a expresar su parecer una vez por todas en cuanto a la gravedad de semejante estado de cosas. El sectarismo está incluido entre las actuaciones feas que se denominan como obras de la carne en Gálatas 5.20. En la Reina-Valera las palabras usadas son “contiendas, divisiones, herejías”, y en algunas versiones son “facciones, disensiones y partidos”. Los primeros capítulos de 1 Corintios tienen mucho que decir sobre los vicios del sectarismo. Veamos estos capítulos más de cerca. Los corintios no estaban unidos sino muy divididos. En vez de dar un testimonio único al mundo, ellos estaban discutiendo entre sí, formando partidos o camarillas conforme a sus diferentes opiniones carnales y sus diversos favoritismos.
Como consecuencia, el testimonio de Cristo estaba seriamente comprometido y el corazón del apóstol casi quebrantado. ¿Puede un creyente en su cabal juicio dejar de percibir la pecaminosidad de semejante conducta? El Espíritu de Dios condujo a Pablo a expresar, en su primera carta a los Corintios, lo que está vigente y es aplicable para todo tiempo tocante al pecado atroz del sectarismo. No tenemos por qué suponer que había en Corinto grupos que ya se habían separado del núcleo central de creyentes y habían asumido nombres sectarios al estilo de las denominaciones de nuestros días. Las cosas no habían llegado a ese extremo. Pero el peligro estaba latente en la actitud y las tendencias de algunos que eran carnales y que se valían de personas y nombres de algunos en medio de la asamblea. Ellos formaban cismas, y éstas, al desarrollarse internamente, conducirían tarde o temprano a la división.
“Mi iglesia”



Volvamos, pues, al comienzo, a saber a las propias palabras de nuestro Señor en cuanto a su pueblo y su Iglesia. Cuando Pedro confesó, “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, nuestro Señor se valió de la ocasión para exponer que Él construiría su Iglesia sobre esta roca, y las puertas del Hades no prevalecerían contra ella, Mateo 16.18. Podemos tener la absoluta confianza que estas palabras han sido, y están siendo, cumplidas. Según ellas, Cristo mismo es el Constructor de su Iglesia, y ella está edificada sobre la imperecedera Roca de los siglos. ¿Cómo, pues, puede fracasar? Esa Iglesia, una creación divina, es una que ni las puertas del lugar de los perdidos pueden contra ella. Hacemos bien al intentar captar muy claramente el concepto verdadero de esta cosa que Cristo ha llamado “mi Iglesia”. La expresión, como está empleada aquí, no se refiere y no puede referirse a una de las muchas organizaciones religiosas existentes en el mundo de hoy. Ninguna de ellas puede pretender ser su iglesia o asamblea: Él la construiría. Esto nos será claro si consideramos cuidadosamente lo que está dicho en otras partes de las Escrituras sobre la misma Iglesia. El pensamiento es dado en germen en Mateo 16 y está desarrollado en los escritos de los apóstoles, mayormente de Pablo. Este apóstol fue el instrumento escogido por Dios para darnos una revelación de la Iglesia como un cuerpo, un organismo vivo, del cual Cristo es la Cabeza. La Iglesia, como un cuerpo, se compone de muchos miembros. Todos ellos tienen un vínculo vivo con Cristo la Cabeza y todos ellos derivan sustento de Él. Todos están controlados por esa Cabeza, que está en los cielos. Romanos 12.4, 1 Corintios 12.12,13, Efesios 4.15,16, Colosenses 1.18,24, 2.19. Una primicia de esta enseñanza se encuentra en Hechos capítulo 9 en relación con la conversión de Saulo de Tarso. Saulo estaba ocupado en la persecución de los creyentes, y en el camino a Damasco él fue detenido por una luz más brillante que la del sol y por una voz que dijo, “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Aquella voz, como Saulo iba a aprender, fue la de Jesús, la cabeza de la Iglesia. Esa Cabeza estaba en los cielos, pero cuando Saulo persiguió a los miembros de su cuerpo en la tierra, la Cabeza protestó. Este incidente sirve para enfatizar la unidad viva que existe entre la Cabeza y los miembros.

Tres figuras
Además, el capítulo 4 de Efesios nos instruye sobre la naturaleza de esa unidad espiritual y celestial. Allí se la ve como la unidad del Espíritu, y todo creyente está exhortado a vivir y conducirse con arreglo a la verdad expuesta. Hay un solo cuerpo y un Espíritu, como hay también una sola esperanza o destino común para todos. Hay un solo Señor, una fe, un bautismo, y un Dios y Padre de todos. Esta verdad es para todo creyente, por mucho o poco que le agrade. Pero si nos posesionara como debería la verdad del cuerpo indiviso y de la unidad del Espíritu, estaríamos para siempre libres de un espíritu sectario y del peligro de asociarnos con cualquiera de las unidades hechas por hombres o los grupos humanos del cristianismo. Una breve referencia a los escritos de Pedro puede ayudarnos a captar mejor el concepto bíblico de la Iglesia. Pedro nunca se olvidó de la lección que recibió aquel día memorable en Cesarea de Filipo cuando el Señor le dijo, “Sobre esta roca edificaré mi iglesia”. En su epístola el apóstol desarrolla la misma idea al decir, “Acercándose a él [a saber, a Cristo], piedra viva ... vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual”, 1 Pedro 2.4,5. Si la figura del cuerpo tiene mucho que decirnos sobre la unidad e integridad de la Iglesia, también lo tiene la figura del edificio espiritual a la cual se alude aquí. Somos enseñados que al acercarnos a Cristo nosotros mismos somos constituidos piedras vivas en el edificio que Cristo mismo está construyendo. Así se enfatiza la verdad de que son solamente los que tienen la experiencia imprescindible de la conversión a Cristo que pueden tener parte y suerte en la Iglesia que Él ha creado. Esto fue cierto de la gente que Pedro describe como “piedras vivas”, ya que en el primer capítulo de la misma epístola dice que ellos fueron redimidos con la sangre preciosa de Cristo, y también que fueron “renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la Palabra de Dios que vive y permanece para siempre”. Si ésta fue una condición para pertenecer a la Iglesia en los tiempos apostólicos, lo es igualmente en el tiempo presente.

Y, si vemos la Iglesia de Cristo como un rebaño, aprendemos la misma lección. Cristo dijo: “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen”. Y luego: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”. Juan 10.14,27,28. La posesión de la vida eterna queda asegurada, entonces, para cada miembro del rebaño de Cristo, con la certeza que la tal persona jamás puede perderse. La Iglesia de Cristo no está compuesta de personas que están buscando la salvación, sino de individuos que saben que son salvos ya por fe en el Salvador. La figura del rebaño no debe ser confundida con la del redil, la cual se emplea en el mismo capítulo. Cuando nuestro Señor dijo en el 10.16, “También tengo otras ovejas que no son de este redil”, se refería al redil de los judíos. Cuando añadió, “aquéllas también debo traer, y oirán mi voz”, se refería a los creyentes gentiles que serían alcanzados por el evangelio y convertidos. Por esto pudo añadir, “habrá un rebaño, y un pastor”. Ahora es rebaño y no redil. La precisión del lenguaje bíblico nos obliga a distinguir entre el rebaño y el redil. El redil es una figura apropiada del judaísmo, ya que los judíos estaban cercados por un sistema de mandamientos y ordenanzas. El rebaño, en cambio, está unido por adherirse al pastor; es la figura apropiada del verdadero cristianismo. Nuestro Señor dijo acerca de sí mismo: “A sus ovejas llama por nombre, y las saca”. Él quería decir que las sacaba del redil del judaísmo para estar congregadas en torno de Él. Este mismo principio está vigente en el día de hoy. Muchos rediles han sido inventados desde los días apostólicos, y Cristo está ocupado todavía en gracia llamando a sus propias ovejas por nombre, sacándolas de sistemas sectarios hacia su propia persona.

Una relación directa
Esta enseñanza pone de manifiesto que cada congregación en particular iba a funcionar de una manera autónoma, pero siempre en el temor de Dios. Muestra también que la asamblea local era una institución divina, dotada de poderes y prerrogativas de una orden santa. Estas prerrogativas no pertenecían a una persona en particular, ni a un consejo superior. Ellas correspondían a la asamblea congregada por el Espíritu Santo en sumisión al señorío de Cristo. El Señor prosigue en el versículo 20 (ya que el 18.19 constituye un paréntesis), “Porque donde están dos o tres congregados en [hacia] mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Esta es la razón dada por el ejercicio de la autoridad divina de parte de la asamblea; los creyentes de por sí no son nada, pero ellos cuentan con la presencia del Señor en medio de ellos al ser congregados por el Espíritu Santo hacia el nombre de Cristo; no congregados sobre la base de una fraternidad sectaria, sino en sumisión al señorío de Cristo. Es netamente de origen divino semejante concepto de una asamblea cristiana. Es lo que el Señor contemplaba y es aquello para lo cual Él hizo la debida provisión. Nunca ha habido la necesidad de desarrollar u organizar algo con otra configuración. El Señor tenía perfecto conocimiento de qué sería conveniente para su pueblo, y nosotros no debemos pretender ser más sabios que él.

Los cristianos
Un sencillo versículo en este capítulo es digno de atención especial en relación con nuestro tema. El 11.26 cuenta que “a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía”. ¿Esto quiere decir que los ciudadanos de aquella ciudad decidieron dar el nombre de cristianos a los creyentes? Creemos que no. Desde aquel día hasta el nuestro, a los creyentes les han sido dados muchos nombres, pero este nombre tuvo otro origen. Lo que se llamaría a un creyente en Jesucristo era un asunto demasiado importante como para ser dejado a los caprichos de aquella ciudad o de cualquier otra. Fue un asunto que interesó a Dios mismo, ya que afectaba los intereses de aquél quien había sido hecho “Señor y Cristo”, 2.36. Fue eminentemente apropiado y deseable que aquellos que pertenecían a Cristo fuesen llamados cristianos. Ningún otro distintivo podría cumplir el mismo propósito. Si Cristo era su Señor, ellos debían ser conocidos como los que le pertenecían a Él. Estas consideraciones deben prepararnos para esperar que Dios haya revelado su voluntad en el asunto, causando que los discípulos recibiesen este nombre. Aquellos días en Antioquía eran tiempos de revelaciones nuevas. Mucho de lo que Pablo escribió posteriormente lo había enseñado en Antioquía y otras partes; y, creemos firmemente, fue en conexión con esta instrucción doctrinal que se dice que “a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía”. Al decir que “se les llamó”, el Espíritu emplea el verbo chrematisai: “designados divina u oracularmente”. El verbo común para “llamar” es otro, kaleo. La usanza de la primera de estas dos palabras griegas parece estar limitada en las Escrituras a ocasiones cuando Dios hablaba o llamaba.

El nombre único
Si esta conclusión es sana, podemos entender que el propósito divino era que el pueblo de Dios de la dispensación actual fuese conocido como cristianos. Siendo así, el uso de otros nombres se reviste de gravedad. El hecho es que los demás nombres son divisorios pero el uso de este nombre no puede dividir. El nombre de por sí es un testimonio, ya que proclama la gran verdad que queremos propagar: que nosotros pertenecemos a Cristo. Bien podemos gloriarnos en Cristo. Bien dijo Pedro: “Si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios por ello”, 1 Pedro 4.16. Ello no es la persecución, sino el nombre. El nombre de “cristiano” es uno al cual no podemos añadir sin rebajar la gloria que conlleva. Si tenemos todo y somos completos “en Cristo”, como enseña la epístola a los Colosenses, entonces ser cristiano implica mucho más que cualquier otro nombre puede sugerir. Añadir algún adjetivo equivaldría a una confesión de que este nombre no encierra todo lo que Dios quiere que seamos. Desde luego, a los cristianos se les describen como discípulos, santos, hijos de Dios, creyentes, hermanos, etc. Pero ninguna de estas expresiones fue designada como un nombre distintivo. Son palabras descriptivas de alguna relación o característica de los cristianos, pero ninguna de ellas cuenta toda la historia. Discípulos somos, ¿pero de quién? Santos somos, pero Abraham, David y Daniel eran santos también, sin conocer las bendiciones del cristianismo propiamente dicho. Multitudes de personas asumen el nombre de “cristianos” cuando no tienen derecho de hacerlo, pero no por esto debemos nosotros abandonar su uso. Es una razón más bien para restaurar el nombre a su debido lugar; a saber, el de una descripción de solamente aquellos que han experimentado la gracia salvadora de Cristo y reconocen que Él es Señor de los suyos en este mundo. Haciendo esto, habremos hecho mucho para corregir o quitar los males del sectarismo.

El sistema de disciplina
Al resumir las características de las primeras asambleas cristianas con miras a discernir el desarrollo del sectarismo, es importante señalar el hecho de que existía en ellas un sistema de disciplina, el cual gozaba de la aprobación divina. Como ya hemos visto, cuando el Señor habló por primera vez de la asamblea local, la definió como un grupo (que podría ser de sólo dos o tres) congregado en su nombre. Él especificó enseguida que esa congregación tenía la autoridad de actuar en el ejercicio de la disciplina; es más, esa actuación sería ratificada en el cielo. Mateo 18.18,20. El caso particular que escogió como ejemplo de la disciplina fue el de un hermano que había ofendido a otro y que negaba ser restaurado a una relación amigable con el ofendido. El hecho de que la tal persona sería considerada como “gentil y publicano” hace ver que se exigía un estándar muy elevado de parte de aquellos que se congregarían en la comunión de la asamblea. Tenemos que comprender que ésta no podría funcionar de la manera prevista por el Señor, para la gloria de Dios, si no se guardaran las debidas relaciones espirituales entre los creyentes en particular que la componían. Hay otros pasajes en las Escrituras que exigen el ejercicio de la disciplina, tanto de maneras diferentes como por causas diferentes. Un hermano sobrecogido o sorprendido en una falta sería restaurado por la intervención de personas espirituales, Gálatas 6.1. Los que hablaban desordenadamente, y los engañadores, serían reprendidos y exhortados por los ancianos de la congregación, 2 Timoteo 4.1,2, Tito 1.9 al 11. Los cristianos se apartarían de aquellos que provocan división o andan desordenadamente, Romanos 16.17,18, 2 Tesalonicenses 3.6. El hermano obstinado que rehúsa ser corregido sería desechado, Tito 3.10. Y, una persona culpable de una conducta inmoral, o que insiste en enseñar una doctrina marcadamente errónea, sería excluida de la comunión de la asamblea y negada toda su comunión. 1 Corintios 5.13, 2 Juan 10, 1 Timoteo 1.20.

La responsabilidad de cada asamblea
Las Escrituras enseñan, entonces, que todas las cuestiones de administración y disciplina pertenecen a la asamblea local como tal, y que cada congregación es responsable directamente al Señor. Esto se ve claramente en las cartas a las siete asambleas del Asia, en los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis. Cada congregación está representada allí como una lámpara con personalidad propia. El Señor anda en medio de ellas con un mensaje específico para cada una en sí, acorde con su condición propia. Creemos que es del todo sana la interpretación profética de estos mensajes, aplicándolas a las fases sucesivas de la historia de la Iglesia, pero esto de ninguna manera resta del hecho de que en esa provincia aquellas asambleas en particular tuvieron su responsabilidad individual delante del Señor. Creemos que todo pasaje relevante al tema en la Palabra de Dios apoya el concepto de la asamblea cristiana de una localidad como un ente autónomo, con gobierno propio, responsable directamente al Señor Jesús. Consideramos que es de la mayor importancia en relación con el tema del sectarismo. Pero, acaso se nos entienda mal, diremos que reconocemos con muy buen agrado que las diferentes asambleas cristianas están enlazadas de una manera espiritual. La Biblia no sanciona una unión organizacional ni un gobierno mundial, nacional o regional; pero, la misma enseñanza apostólica fue dada a todas las iglesias, de manera que cada una tenía la misma constitución, las mismas creencias y las mismas prácticas. Además, los creyentes que componían aquellas congregaciones eran todos miembros del uno y solo cuerpo de Cristo, de manera que existían particularmente entre ellos una verdadera unidad espiritual y una legítima comunión cristiana. Esto, desde luego, es algo muy distinto a una unión organizada u oficial, producto de una confederación de asambleas en forma de un cuerpo público. Las Escrituras no hacen provisión para la formación o administración de un ente visible o público, y es sólo la voluntad humana que los ha creado. La voluntad de Dios ha sido que cada asamblea exista en dependencia directa de Él, y Él no más. Su Palabra y su Espíritu eran recursos suficientes cuando las asambleas han estado dispuestas a ser guiadas por ellos, y lo son todavía. La promesa de la presencia del Señor no ha sido dada a una organización; ha sido dada más bien a los grupos individuales de dos o tres que reconocen y se someten al nombre del Señor Jesucristo. A lo largo de los siglos ha habido movimientos de separación de los cuerpos oficiales o grupos eclesiásticos del cristianismo, con miras a volver a la sencillez del orden bíblico. Dondequiera que se han encontrado cristianos auténticos, con un amor genuino por las Escrituras, se ha comprendido la necesidad de la separación. El verdadero cristianismo, acorde con el plan de Dios, no ha podido ser ejercido dentro del ámbito de una organización corrupta y eclesiástica. Desde luego, son muchos los cristianos que han percibido que la Palabra de Dios nunca exigió que ellos prestasen fidelidad a una organización humana.

Dos raíces del pecado
Podemos afirmar de una manera general que la causa de todo sectarismo ha sido, en primer lugar una renuncia del concepto bíblico de la Iglesia como una unidad divina y celestial, existiendo intachable ante el ojo de Dios. La Iglesia contra la cual las puertas del Hades no prevalecerán, como dijo Cristo, nunca fue encomendada a la responsabilidad humana. Nunca ha sido una sociedad visible sobre la tierra, y los hombres jamás han debido intentar administrarla como un cuerpo público. En segundo lugar, una gran causa del sectarismo ha sido el hecho de seguir a líderes humanos en vez de confiar en la Palabra de Dios como guía enteramente adecuada. siglos atrás, los líderes se organizaron para formar el clero; ellos asumieron para sí títulos prestigiosos y puestos de mando en la iglesia “católica”, así llamada. Esto contradecía la declaración del Señor en Mateo 20 que prohíbe semejante pretensión. En un grado u otro, estas pretensiones han sido imitadas por líderes en todo grupo sectario, ya que alguna forma de autoridad humana hace falta. Y, mientras más nos alejamos de la verdad, más necesaria se hace la intervención humana. Todos los cuerpos disidentes de la verdad reconocen necesariamente dos autoridades. Todos dirán que reconocen la Biblia y que la siguen en un sentido u otro. Pero todos reconocen otra autoridad también, y esta resulta ser la decisiva. Sin embargo, toda enseñanza ortodoxa es de por sí bíblica. Si se ajusta a la norma divina, no necesita otro apoyo alguno. Pero si hay que apelar a otra autoridad para apoyarla, se sabe de una vez que carece de aprobación bíblica.

Sí, es posible
El interrogante, entonces, se reduce a esto: ¿Hay, hoy día, tal cosa como ser congregados sólo al nombre del Señor Jesucristo en reconocimiento de su señorío y en entera sumisión a su Palabra bajo la dirección del Espíritu Santo? ¿Es posible que los creyentes se congreguen sencillamente como cristianos y en reconocimiento del vínculo fundamental que les une como miembros del cuerpo de Cristo, como hacían los cristianos en el primer siglo? Y, ¿es la voluntad de Dios que ellos renuncien toda asociación religiosa de confección humana y todo partido de hombres, para congregarse sólo conforme a la Palabra de Dios? Decimos una vez más que uno contesta estas preguntas con tan sólo hacerlas. Aun si ningún otro cristiano en tiempos modernos jamás hubiese reconocido la posibilidad y la necesidad de hacerlo, sería nuestro deber y nuestro privilegio llevar a cabo todo lo que la Palabra de Dios revela en cuanto a lo que ha sido su voluntad para todo su pueblo desde el comienzo de la historia de la Iglesia y hasta que Cristo venga.
Hasta aquí la síntesis de la obra: “El pecado del sectarismo” de don Andrés Stenhouse.




 

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