El
sectarismo es la antítesis del cristianismo. El cristianismo es amor,
gozo y paz en el Espíritu Santo, pero el sectarismo ha sido responsable
por odio, tristeza y fricción a lo largo de las edades. Ha impedido o
destruido la comunión entre creyentes verdaderos y ha separado a
aquellos que han debido andar en armonía y unión. Los crímenes por
los cuales ha sido culpable son innumerables y la deshonra al nombre de
Cristo incalculable. Con todo, este criminal ha sido defendido, y es
defendido, por aquellos que han debido ser los primeros en denunciarlo y
condenarlo. Ningún pecado ha sido protegido y propagado como el pecado
del sectarismo. Ningún pecado ha sido llevado en alto por cristianos
verdaderos, además de millones de cristianos nominales, como éste.
Ningún pecado ha sido más responsable por la destrucción del
verdadero afecto cristiano entre el pueblo de Dios y de la legítima
comunión en las cosas de Dios. Ningún pecado ha sido de mayor tropiezo
al inconverso y mayor estorbo al progreso de la obra evangelística en
la redondez de la tierra. El
sectarismo es una obra de la carne y no del Espíritu. Debe ser
reconocido como un enemigo de los intereses de Dios en el mundo. Es una
raíz mala que brotará de nuevo en un lugar donde se la ha dado por
eliminada, ya que es tan propio a la carne como es ajeno al Espíritu. Ninguna
porción de las Escrituras debe ser más conocida a la mente de un
creyente que la oración de nuestro Señor en el capítulo 17 del
Evangelio según Juan. ¿Qué puede ser más sagrado que los pensamientos
y anhelos del corazón del Hijo de Dios, expresados al Padre en la
oración? Dijo, “Que todos sean uno ... para que el mundo crea que tú me enviaste”.
Jamás podrá quedarse indiferente al estado dividido de los creyentes
en estos tiempos la mente que pesa reverentemente estas palabras santas. La
comunión con Cristo exige que toda nuestra conducta y actitud sea
ajustada a los pensamientos y anhelos del corazón de Cristo en este
asunto de importancia primordial.
Al
llegar a las epístolas del Nuevo Testamento se nos destaca el triste
hecho de que existían divisiones entre los cristianos aun en el primer
siglo. Fue este hecho que dio ocasión al Espíritu de Dios a expresar
su parecer una vez por todas en cuanto a la gravedad de semejante estado
de cosas. El
sectarismo está incluido entre las actuaciones feas que se denominan
como obras de la carne en Gálatas 5.20. En la Reina-Valera las palabras
usadas son “contiendas, divisiones, herejías”, y en algunas versiones
son “facciones, disensiones y partidos”. Los primeros capítulos de 1
Corintios tienen mucho que decir sobre los vicios del sectarismo. Veamos
estos capítulos más de cerca. Los
corintios no estaban unidos sino muy divididos. En vez de dar un
testimonio único al mundo, ellos estaban discutiendo entre sí,
formando partidos o camarillas conforme a sus diferentes opiniones
carnales y sus diversos favoritismos.
Como consecuencia, el testimonio
de Cristo estaba seriamente comprometido y el corazón del apóstol casi
quebrantado. ¿Puede un creyente en su cabal juicio dejar de percibir la
pecaminosidad de semejante conducta? El Espíritu de Dios
condujo a Pablo a expresar, en su primera carta a los Corintios, lo que
está vigente y es aplicable para todo tiempo tocante al pecado atroz
del sectarismo. No tenemos por qué suponer que había en Corinto grupos
que ya se habían separado del núcleo central de creyentes y habían
asumido nombres sectarios al estilo de las denominaciones de nuestros
días. Las cosas no habían llegado a ese extremo. Pero el peligro
estaba latente en la actitud y las tendencias de algunos que eran
carnales y que se valían de personas y nombres de algunos en medio de
la asamblea. Ellos formaban cismas, y éstas, al desarrollarse
internamente, conducirían tarde o temprano a la división.
“Mi iglesia”
Volvamos,
pues, al comienzo, a saber a las propias palabras de nuestro Señor en
cuanto a su pueblo y su Iglesia. Cuando Pedro confesó, “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”,
nuestro Señor se valió de la ocasión para exponer que Él
construiría su Iglesia sobre esta roca, y las puertas del Hades no
prevalecerían contra ella, Mateo 16.18. Podemos
tener la absoluta confianza que estas palabras han sido, y están
siendo, cumplidas. Según ellas, Cristo mismo es el Constructor de su
Iglesia, y ella está edificada sobre la imperecedera Roca de los
siglos. ¿Cómo, pues, puede fracasar? Esa Iglesia, una creación divina,
es una que ni las puertas del lugar de los perdidos pueden contra ella. Hacemos
bien al intentar captar muy claramente el concepto verdadero de esta
cosa que Cristo ha llamado “mi Iglesia”. La expresión, como está
empleada aquí, no se refiere y no puede referirse a una de las muchas
organizaciones religiosas existentes en el mundo de hoy. Ninguna de
ellas puede pretender ser su iglesia o asamblea: Él la construiría. Esto
nos será claro si consideramos cuidadosamente lo que está dicho en
otras partes de las Escrituras sobre la misma Iglesia. El pensamiento es
dado en germen en Mateo 16 y está desarrollado en los escritos de los
apóstoles, mayormente de Pablo. Este apóstol fue el instrumento
escogido por Dios para darnos una revelación de la Iglesia como un
cuerpo, un organismo vivo, del cual Cristo es la Cabeza. La
Iglesia, como un cuerpo, se compone de muchos miembros. Todos ellos
tienen un vínculo vivo con Cristo la Cabeza y todos ellos derivan
sustento de Él. Todos están controlados por esa Cabeza, que está en
los cielos. Romanos 12.4, 1 Corintios 12.12,13, Efesios 4.15,16,
Colosenses 1.18,24, 2.19. Una primicia de esta enseñanza se
encuentra en Hechos capítulo 9 en relación con la conversión de Saulo
de Tarso. Saulo estaba ocupado en la persecución de los creyentes, y
en el camino a Damasco él fue detenido por una luz más brillante que
la del sol y por una voz que dijo, “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Aquella
voz, como Saulo iba a aprender, fue la de Jesús, la cabeza de la
Iglesia. Esa Cabeza estaba en los cielos, pero cuando Saulo persiguió a
los miembros de su cuerpo en la tierra, la Cabeza protestó. Este
incidente sirve para enfatizar la unidad viva que existe entre la Cabeza
y los miembros.
Tres figuras
Además,
el capítulo 4 de Efesios nos instruye sobre la naturaleza de esa
unidad espiritual y celestial. Allí se la ve como la unidad del
Espíritu, y todo creyente está exhortado a vivir y conducirse con
arreglo a la verdad expuesta. Hay un solo cuerpo y un Espíritu, como
hay también una sola esperanza o destino común para todos. Hay un solo
Señor, una fe, un bautismo, y un Dios y Padre de todos. Esta
verdad es para todo creyente, por mucho o poco que le agrade. Pero si
nos posesionara como debería la verdad del cuerpo indiviso y de la
unidad del Espíritu, estaríamos para siempre libres de un espíritu
sectario y del peligro de asociarnos con cualquiera de las unidades
hechas por hombres o los grupos humanos del cristianismo. Una
breve referencia a los escritos de Pedro puede ayudarnos a captar mejor
el concepto bíblico de la Iglesia. Pedro nunca se olvidó de la
lección que recibió aquel día memorable en Cesarea de Filipo cuando
el Señor le dijo, “Sobre esta roca edificaré mi iglesia”. En su epístola el apóstol desarrolla la misma idea al decir, “Acercándose
a él [a saber, a Cristo], piedra viva ... vosotros también, como
piedras vivas, sed edificados como casa espiritual”, 1 Pedro 2.4,5. Si
la figura del cuerpo tiene mucho que decirnos sobre la unidad e
integridad de la Iglesia, también lo tiene la figura del edificio
espiritual a la cual se alude aquí. Somos enseñados que al acercarnos a
Cristo nosotros mismos somos constituidos piedras vivas en el edificio
que Cristo mismo está construyendo. Así se enfatiza la verdad de que
son solamente los que tienen la experiencia imprescindible de la
conversión a Cristo que pueden tener parte y suerte en la Iglesia que
Él ha creado. Esto fue
cierto de la gente que Pedro describe como “piedras vivas”, ya que en el
primer capítulo de la misma epístola dice que ellos fueron redimidos
con la sangre preciosa de Cristo, y también que fueron “renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la Palabra de Dios que vive y permanece para siempre”. Si ésta fue una condición para pertenecer a la Iglesia en los tiempos apostólicos, lo es igualmente en el tiempo presente.
Y, si vemos la Iglesia de Cristo como un rebaño, aprendemos la misma lección. Cristo dijo: “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen”. Y luego: “Mis
ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida
eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”. Juan 10.14,27,28. La
posesión de la vida eterna queda asegurada, entonces, para cada
miembro del rebaño de Cristo, con la certeza que la tal persona jamás
puede perderse. La Iglesia de Cristo no está compuesta de personas que
están buscando la salvación, sino de individuos que saben que son
salvos ya por fe en el Salvador. La figura del rebaño no debe ser confundida con la del redil, la cual se emplea en el mismo capítulo. Cuando nuestro Señor dijo en el 10.16, “También tengo otras ovejas que no son de este redil”, se refería al redil de los judíos. Cuando añadió, “aquéllas también debo traer, y oirán mi voz”, se refería a los creyentes gentiles que serían alcanzados por el evangelio y convertidos. Por esto pudo añadir, “habrá un rebaño, y un pastor”.
Ahora es rebaño y no redil. La precisión del lenguaje bíblico nos
obliga a distinguir entre el rebaño y el redil. El redil es una figura
apropiada del judaísmo, ya que los judíos estaban cercados por un
sistema de mandamientos y ordenanzas. El rebaño, en cambio, está unido
por adherirse al pastor; es la figura apropiada del verdadero
cristianismo. Nuestro Señor dijo acerca de sí mismo: “A sus ovejas llama por nombre, y las saca”.
Él quería decir que las sacaba del redil del judaísmo para estar
congregadas en torno de Él. Este mismo principio está vigente en el
día de hoy. Muchos rediles han sido inventados desde los días
apostólicos, y Cristo está ocupado todavía en gracia llamando a sus
propias ovejas por nombre, sacándolas de sistemas sectarios hacia su
propia persona.
Una relación directa
Esta
enseñanza pone de manifiesto que cada congregación en particular iba a
funcionar de una manera autónoma, pero siempre en el temor de Dios.
Muestra también que la asamblea local era una institución divina,
dotada de poderes y prerrogativas de una orden santa. Estas
prerrogativas no pertenecían a una persona en particular, ni a un
consejo superior. Ellas correspondían a la asamblea congregada por el
Espíritu Santo en sumisión al señorío de Cristo. El Señor prosigue en el versículo 20 (ya que el 18.19 constituye un paréntesis), “Porque donde están dos o tres congregados en [hacia] mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.
Esta es la razón dada por el ejercicio de la autoridad divina de parte
de la asamblea; los creyentes de por sí no son nada, pero ellos
cuentan con la presencia del Señor en medio de ellos al ser congregados
por el Espíritu Santo hacia el nombre de Cristo; no congregados sobre
la base de una fraternidad sectaria, sino en sumisión al señorío de
Cristo. Es netamente de
origen divino semejante concepto de una asamblea cristiana. Es lo que el
Señor contemplaba y es aquello para lo cual Él hizo la debida
provisión. Nunca ha habido la necesidad de desarrollar u organizar algo
con otra configuración. El Señor tenía perfecto conocimiento de qué
sería conveniente para su pueblo, y nosotros no debemos pretender ser
más sabios que él.
Los cristianos
Un sencillo versículo en este capítulo es digno de atención especial en relación con nuestro tema. El 11.26 cuenta que “a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía”. ¿Esto
quiere decir que los ciudadanos de aquella ciudad decidieron dar el
nombre de cristianos a los creyentes? Creemos que no. Desde aquel día
hasta el nuestro, a los creyentes les han sido dados muchos nombres,
pero este nombre tuvo otro origen. Lo que se llamaría a un creyente en
Jesucristo era un asunto demasiado importante como para ser dejado a los
caprichos de aquella ciudad o de cualquier otra. Fue un asunto que interesó a Dios mismo, ya que afectaba los intereses de aquél quien había sido hecho “Señor y Cristo”,
2.36. Fue eminentemente apropiado y deseable que aquellos que
pertenecían a Cristo fuesen llamados cristianos. Ningún otro
distintivo podría cumplir el mismo propósito. Si Cristo era su Señor,
ellos debían ser conocidos como los que le pertenecían a Él. Estas
consideraciones deben prepararnos para esperar que Dios haya revelado
su voluntad en el asunto, causando que los discípulos recibiesen este
nombre. Aquellos días en Antioquía eran tiempos de revelaciones
nuevas. Mucho de lo que Pablo escribió posteriormente lo había
enseñado en Antioquía y otras partes; y, creemos firmemente, fue en
conexión con esta instrucción doctrinal que se dice que “a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía”. Al
decir que “se les llamó”, el Espíritu emplea el verbo chrematisai:
“designados divina u oracularmente”. El verbo común para “llamar” es
otro, kaleo. La usanza de la primera de estas dos palabras griegas
parece estar limitada en las Escrituras a ocasiones cuando Dios hablaba o
llamaba.
El nombre único
Si
esta conclusión es sana, podemos entender que el propósito divino era
que el pueblo de Dios de la dispensación actual fuese conocido como
cristianos. Siendo así, el uso de otros nombres se reviste de gravedad.
El hecho es que los demás nombres son divisorios pero el uso de este
nombre no puede dividir. El nombre de por sí es un testimonio, ya que
proclama la gran verdad que queremos propagar: que nosotros pertenecemos
a Cristo. Bien podemos gloriarnos en Cristo. Bien dijo Pedro: “Si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios por ello”, 1 Pedro 4.16. Ello no es la persecución, sino el nombre. El
nombre de “cristiano” es uno al cual no podemos añadir sin rebajar la
gloria que conlleva. Si tenemos todo y somos completos “en Cristo”, como
enseña la epístola a los Colosenses, entonces ser cristiano implica
mucho más que cualquier otro nombre puede sugerir. Añadir algún
adjetivo equivaldría a una confesión de que este nombre no encierra todo lo que Dios quiere que seamos. Desde
luego, a los cristianos se les describen como discípulos, santos,
hijos de Dios, creyentes, hermanos, etc. Pero ninguna de estas
expresiones fue designada como un nombre distintivo. Son palabras
descriptivas de alguna relación o característica de los cristianos,
pero ninguna de ellas cuenta toda la historia. Discípulos somos, ¿pero
de quién? Santos somos, pero Abraham, David y Daniel eran santos
también, sin conocer las bendiciones del cristianismo propiamente
dicho. Multitudes de
personas asumen el nombre de “cristianos” cuando no tienen derecho de
hacerlo, pero no por esto debemos nosotros abandonar su uso. Es una
razón más bien para restaurar el nombre a su debido lugar; a saber, el
de una descripción de solamente aquellos que han experimentado la
gracia salvadora de Cristo y reconocen que Él es Señor de los suyos en
este mundo. Haciendo esto, habremos hecho mucho para corregir o quitar
los males del sectarismo.
El sistema de disciplina
Al
resumir las características de las primeras asambleas cristianas con
miras a discernir el desarrollo del sectarismo, es importante señalar
el hecho de que existía en ellas un sistema de disciplina, el cual
gozaba de la aprobación divina. Como ya hemos visto, cuando el Señor
habló por primera vez de la asamblea local, la definió como un grupo
(que podría ser de sólo dos o tres) congregado en su nombre. Él
especificó enseguida que esa congregación tenía la autoridad de actuar en el ejercicio de la disciplina; es más, esa actuación sería ratificada en el cielo. Mateo 18.18,20. El
caso particular que escogió como ejemplo de la disciplina fue el de un
hermano que había ofendido a otro y que negaba ser restaurado a una
relación amigable con el ofendido. El hecho de que la tal persona
sería considerada como “gentil y publicano” hace ver que se exigía un
estándar muy elevado de parte de aquellos que se congregarían en la
comunión de la asamblea. Tenemos que comprender que ésta no podría
funcionar de la manera prevista por el Señor, para la gloria de Dios,
si no se guardaran las debidas relaciones espirituales entre los
creyentes en particular que la componían. Hay
otros pasajes en las Escrituras que exigen el ejercicio de la
disciplina, tanto de maneras diferentes como por causas diferentes. Un
hermano sobrecogido o sorprendido en una falta sería restaurado por la
intervención de personas espirituales, Gálatas 6.1. Los que hablaban
desordenadamente, y los engañadores, serían reprendidos y exhortados
por los ancianos de la congregación, 2 Timoteo 4.1,2, Tito 1.9 al 11.
Los cristianos se apartarían de aquellos que provocan división o andan
desordenadamente, Romanos 16.17,18, 2 Tesalonicenses 3.6. El
hermano obstinado que rehúsa ser corregido sería desechado, Tito
3.10. Y, una persona culpable de una conducta inmoral, o que insiste en
enseñar una doctrina marcadamente errónea, sería excluida de la
comunión de la asamblea y negada toda su comunión. 1 Corintios 5.13, 2
Juan 10, 1 Timoteo 1.20.
La responsabilidad de cada asamblea
Las
Escrituras enseñan, entonces, que todas las cuestiones de
administración y disciplina pertenecen a la asamblea local como tal, y
que cada congregación es responsable directamente al Señor. Esto se ve
claramente en las cartas a las siete asambleas del Asia, en los
capítulos 2 y 3 del Apocalipsis. Cada congregación está representada
allí como una lámpara con personalidad propia. El
Señor anda en medio de ellas con un mensaje específico para cada una
en sí, acorde con su condición propia. Creemos que es del todo sana la
interpretación profética de estos mensajes, aplicándolas a las fases
sucesivas de la historia de la Iglesia, pero esto de ninguna manera
resta del hecho de que en esa provincia aquellas asambleas en particular
tuvieron su responsabilidad individual delante del Señor. Creemos
que todo pasaje relevante al tema en la Palabra de Dios apoya el
concepto de la asamblea cristiana de una localidad como un ente
autónomo, con gobierno propio, responsable directamente al Señor
Jesús. Consideramos que es de la mayor importancia en relación con el
tema del sectarismo. Pero, acaso se nos entienda mal, diremos que
reconocemos con muy buen agrado que las diferentes asambleas cristianas
están enlazadas de una manera espiritual. La
Biblia no sanciona una unión organizacional ni un gobierno mundial,
nacional o regional; pero, la misma enseñanza apostólica fue dada a
todas las iglesias, de manera que cada una tenía la misma
constitución, las mismas creencias y las mismas prácticas. Además,
los creyentes que componían aquellas congregaciones eran todos miembros
del uno y solo cuerpo de Cristo, de manera que existían
particularmente entre ellos una verdadera unidad espiritual y una
legítima comunión cristiana. Esto,
desde luego, es algo muy distinto a una unión organizada u oficial,
producto de una confederación de asambleas en forma de un cuerpo
público. Las Escrituras no hacen provisión para la formación o
administración de un ente visible o público, y es sólo la voluntad
humana que los ha creado. La voluntad de Dios ha sido que cada asamblea
exista en dependencia directa de Él, y Él no más. Su
Palabra y su Espíritu eran recursos suficientes cuando las asambleas
han estado dispuestas a ser guiadas por ellos, y lo son todavía. La
promesa de la presencia del Señor no ha sido dada a una organización;
ha sido dada más bien a los grupos individuales de dos o tres que
reconocen y se someten al nombre del Señor Jesucristo. A lo
largo de los siglos ha habido movimientos de separación de los cuerpos
oficiales o grupos eclesiásticos del cristianismo, con miras a volver a
la sencillez del orden bíblico. Dondequiera que se han encontrado
cristianos auténticos, con un amor genuino por las Escrituras, se ha
comprendido la necesidad de la separación. El
verdadero cristianismo, acorde con el plan de Dios, no ha podido ser
ejercido dentro del ámbito de una organización corrupta y
eclesiástica. Desde luego, son muchos los cristianos que han percibido
que la Palabra de Dios nunca exigió que ellos prestasen fidelidad a una
organización humana.
Dos raíces del pecado
Podemos
afirmar de una manera general que la causa de todo sectarismo ha sido,
en primer lugar una renuncia del concepto bíblico de la Iglesia como
una unidad divina y celestial, existiendo intachable ante el ojo de
Dios. La Iglesia contra la cual las puertas del Hades no prevalecerán,
como dijo Cristo, nunca fue encomendada a la responsabilidad humana.
Nunca ha sido una sociedad visible sobre la tierra, y los hombres jamás
han debido intentar administrarla como un cuerpo público. En
segundo lugar, una gran causa del sectarismo ha sido el hecho de seguir
a líderes humanos en vez de confiar en la Palabra de Dios como guía
enteramente adecuada. siglos atrás, los líderes se organizaron para
formar el clero; ellos asumieron para sí títulos prestigiosos y
puestos de mando en la iglesia “católica”, así llamada. Esto
contradecía la declaración del Señor en Mateo 20 que prohíbe
semejante pretensión. En un
grado u otro, estas pretensiones han sido imitadas por líderes en todo
grupo sectario, ya que alguna forma de autoridad humana hace falta. Y,
mientras más nos alejamos de la verdad, más necesaria se hace la
intervención humana. Todos
los cuerpos disidentes de la verdad reconocen necesariamente dos
autoridades. Todos dirán que reconocen la Biblia y que la siguen en un
sentido u otro. Pero todos reconocen otra autoridad también, y esta
resulta ser la decisiva. Sin embargo, toda enseñanza ortodoxa es de por
sí bíblica. Si se ajusta a la norma divina, no necesita otro apoyo
alguno. Pero si hay que apelar a otra autoridad para apoyarla, se sabe
de una vez que carece de aprobación bíblica.
Sí, es posible
El
interrogante, entonces, se reduce a esto: ¿Hay, hoy día, tal cosa como
ser congregados sólo al nombre del Señor Jesucristo en reconocimiento
de su señorío y en entera sumisión a su Palabra bajo la dirección
del Espíritu Santo? ¿Es posible que los creyentes se congreguen
sencillamente como cristianos y en reconocimiento del vínculo
fundamental que les une como miembros del cuerpo de Cristo, como hacían
los cristianos en el primer siglo? Y, ¿es la voluntad de Dios que ellos
renuncien toda asociación religiosa de confección humana y todo partido de hombres, para congregarse sólo conforme a la Palabra de Dios? Decimos
una vez más que uno contesta estas preguntas con tan sólo hacerlas.
Aun si ningún otro cristiano en tiempos modernos jamás hubiese
reconocido la posibilidad y la necesidad de hacerlo, sería nuestro
deber y nuestro privilegio llevar a cabo todo lo que la Palabra de Dios
revela en cuanto a lo que ha sido su voluntad para todo su pueblo desde
el comienzo de la historia de la Iglesia y hasta que Cristo venga.
Hasta aquí la síntesis de la obra: “El pecado del sectarismo” de don Andrés Stenhouse.